Episodio 1 - EN CASA
Hoy al mediodía, después de hacer mi clase de yoga, de bailar media hora, de colorear un poco un mandala y hablar por teléfono fijo (dejo foto por si alguien no sabe que es eso de lo que estoy hablando), me dispuse a preparar la comida.
Abrí la nevera, el congelador, la alacena y para mi sorpresa vi que había bien poco. Yo soy bastante cocinitas y me suelo apañar con lo poco que haya por la casa. Pero había realmente poco. Me dí cuenta que llevaba más de doce días sin salir, sin hacer compra y comiendo todos los días (costumbre que adquirí de pequeño y que aún conservo).
Viendo que tendría que salir de casa para hacer una compra y de paso ir a la farmacia por mis medicamentos, dedicí darme una ducha (actividad que en otros tiempos solía ser diaria).
Entré al baño, cerré la puerta, abrí el grifo de la ducha, me quité el pijama, la camiseta, el bóxer y los calcetines y me metí en la bañera. Al poco de estar bajo el agua sentí que la puerta del baño se abría. Me sorprendió (es algo que no suele suceder cuando vives solo y no eres tu quien lo hace). Me asomé para ver que estaba pasando y ahí vi a mi pijama de pie saliendo del baño sigilosamente, con algo en las manos (bueno, en realidad más que en las manos, en los puños de las mangas)
Cuando terminé de ducharme cogí la toalla. No era la que tenía en el baño, era una con olor a limpia. Me sequé y fui a la habitación. Antes de entrar vi que estaba la cama hecha. Me acerqué a la cama, levanté un poco el edredón y comprobé que las sábanas estaban limpias.
Me vestí, fui a la cocina, abrí la puerta que da al pequeño lavadero. Vi como salía una manga de mi pijama por la puerta de la lavadora e intentaba apretar el botón para ponerla en marcha.
Cariñosamente metí la manga dentro del tambor, cerré la puerta y apreté el botón.
Me quedé mirando como mi pijama, mis calcetines, mi bóxer y mi camiseta jugaban a las escondidas entre las sábanas y las toallas. Felices, muy felices.
(continuará o no)
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Episodio 2 – SALIENDO DE CASA
Así acabó el episodio anterior de la crónica del día 7 de abril de 2020.
“Cariñosamente metí la manga dentro del tambor, cerré la puerta y apreté el botón.
Me quedé mirando como mi pijama, mis calcetines, mi bóxer y mi camiseta jugaban a las escondidas entre las sábanas y las toallas. Felices, muy felices.”
Continúa.
Volví a la cocina para preparar algo de comer. Hice una especie de revuelto o frittata o tortilla desestructurada con los restos que tenía en la nevera. Les dejaría la receta, pero sería mucha casualidad que justo les queden los mismos ingredientes en vuestras neveras.
Comí el manjar elaborado para la ocasión con cucharada y media arroz, un cuarto de cebolla, guisantes (creo que unos diez o quince como mucho), medio tomate, un poquito de espinaca (realmente un poquito de esos que te preguntas ¿lo guardo o lo tiro?), una loncha de quedo (bajo en sal y bajo en grasas, que no podríamos definir como sabroso pero que se derrite y da buen aspecto), condimentado con un poco de orégano y ajo molido. Rematé la comida con un yogur natural desnatado a punto de caducar.
Luego me senté en el sofá a ver un poco la tele mientras hacía la digestión de tan opulenta comida. Vi las calles de distintas ciudades invadidas por jabalíes, ciervos, conejos, monos, iguanas, etc.
Luego salí al lavadero para tender la ropa. Cogí el carro de la compra y ahí quedaron las sábanas, las tollas, el pijama, el bóxer, la camiseta y los calcetines mirando por la ventana y jugando al veo veo.
Pensé en hacer una lista de la compra, pero pronto me di cuenta que era inútil dado que la nevera y la alacena estaban desérticas.
Me preparé para salir a la calle. Me puse las zapatillas, un pañuelo a modo de mascarilla, unos guantes descartables (porque no sé donde lavarme las manos estando fuera de casa y todos los bares cerrados), una chaqueta para el frío y una gorra (esta por pura coquetería).
Salí de casa y bajé por las escaleras, como recomienda el cartel que pusieron en el ascensor. Mientras bajaba recordé que hacía unos cuantos días, limpiando las ventanas, se me había caído una esponja de esas amarillas con una capa verde en uno de sus lados. En su momento no bajé a por ella, por miedo a que me encontrara con la policía y, recuperar una esponja, no fuera una causa que justificara el abandono de mi domicilio.
Al salir del edificio me dirigí hacia donde había caído la esponja y para mi sorpresa en el lugar donde debería estar había un pequeña planta de hojas verdes y flores amarillas muy esponjosas.
Metí al mano en el bolsillo para coger el móvil y hacer una foto, pero había dejado el móvil en mi casa y no me pareció razonable subir a buscarlo porque eso implicaría salir dos veces de mi casa en el mismo día.
Ilusionado y pensando en lo bien que está la naturaleza desde que estamos todos en casa emprendí mi camino, a la farmacia y el supermercado, con la esperanza de cruzarme con jabalíes, nutrias, iguanas, jirafas, monos o algún que otro animal que no fueran perros o seres humanos. Reconozco que no soy un buen conocedor de la fauna lucense.
Continuará… (o no)
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Episodio 3 – DE CASA A LA FARMACIA
Así acabó el segundo episodio de la crónica del día 7 de abril de 2020.
“Ilusionado y pensando en lo bien que está la naturaleza desde que estamos todos en casa emprendí mi camino, a la farmacia y el supermercado, con la esperanza de cruzarme con jabalíes, nutrias, iguanas, jirafas, monos o algún que otro animal que no fueran perros o seres humanos. Reconozco que no soy un buen conocedor de la fauna lucense.”
Continúa
Caminé por el paseo cardiosaludable que bordea el río Rato. Camino que en tiempos no muy lejanos hacía para ir a la piscina y como parte de mi caminata diaria.
Entre los castaños, los almendros, los cerezos, los sauces llorones, las encinas, los olmos, los fresnos y/o los tilos (reconozco que tampoco soy un buen conocedor de la flora lucense) observé detenidamente el río, esperando encontrar cocodrilos, delfines, doradas, truchas, medusas, pero solo estaban las ranas de siempre, con su croar que se entremezcla con el canto de los pájaros (prefiero no dar nombres de los pájaros que habitan el entorno de mi casa porque tampoco estoy muy puesto en ornitología).
Anduve unos diez minutos a paso tranquilo y disfrutando del paisaje (ya que era la primera vez en días que andaba por allí y no sabía cuando se podría repetir algo asi). No me crucé ni siquiera con alguna persona vecina acompañada de su animal doméstico ladrador.
Llegué a la avenida Infanta Elena, que separa mi bucólico barrio de la ajetreada ciudad (bueno, ni tan bucólico mi barrio ni tan ajetreada la ciudad).
Crucé la avenida casi sin mirar dada la ausencia de vehículos automotores y empecé a internarme en el barrio de La Milagrosa, conocido entre otras cosas por su población multicultural.
Andando por esas calles vacías no sé si por la proximidad de la fecha, por el clima otoñal de primavera lucense, por el cielo nublado o por al ausencia de seres vivos a mi alrededor, recordé los viernes santos de mi infancia. Y ese recuerdo me llevó al barrio de Chacarita, a las películas Rey de reyes, Ben hur, Espartaco, a la música sacra que sonaba en la radio.
MI memoria gustativa me llevó a las empanadas de vigilia de masa de hojaldre rellenas de bacalao, espinaca, atún, choclo o berberechos que mi madre hacía para pasar el ayuno y la abstinencia de esos días (más la abstinencia que el ayuno, claro). También invadió mi memoria olfativa el olor a chocolate que impregnaba la casa durante esas fechas.
Mi madre era repostera y su trabajo era hacer tortas (entiéndase tartas por este lado del océano o pasteles en otros países) para cumpleaños, bodas, bautizos, comuniones y cualquier ocasión que mereciera una sabrosa torta con las formas y decoraciones de lo más variadas (en la foto se puede ver la torta que me hizo para uno de mis cumpleaños y otra hecha por encargo). Pero cuando se avecinaba la semana santa, ella hacía huevos de pascua artesanales que vendía a su fiel clientela y regalaba a familiares y amistades. Durante aproximadamente un mes antes de la semana santa y unos quince días posteriores a la misma mi casa olía a chocolate, cosa que fascinaba a la gente amiga de la familia que lo disfrutaba solo por un rato que pasaba por casa y se instalaba en mi epitelio olfativo y del resto de habitantes de mi casa) y nos acompañaba las veinticuatro horas del día estuviéramos donde estuviéramos.
Envuelto en aquellos recuerdos de mi infancia llegué a la farmacia para recoger mis medicamentes. A esas alturas me di cuenta que no había visto ningún animal doméstico ni salvaje como mostraban las imágenes de otras ciudades emitidas por el telediario. Quizás por mi ausencia en el presenta y mi viaje por los recuerdos a la semana santa de mi infancia de la mano de mi madre por ese clima de semana santa del barrio de Chacarita.
Continuará (o no)
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Episodio 4 (episodio doble) – DE LA FARMACIA AL SUPER y LA COMPRA
En episodios anteriores de la crónica del día 7 de abril de 2020. (siempre me gustó esa especia de collage desordenado que ponen al comienzo de los episodios en algunas series)
…Me asomé para ver que estaba pasando y ahí vi a mi pijama de pie saliendo del baño sigilosamente, con algo en las manos (bueno, en realidad más que en las manos, en los puños de las mangas)…
…Me quedé mirando como mi pijama, mis calcetines, mi bóxer y mi camiseta jugaban a las escondidas entre las sábanas y las toallas. Felices, muy felices.
…Al salir del edificio me dirigí hacia donde había caído la esponja y para mi sorpresa en el lugar donde debería estar había un pequeña planta de hojas verdes y flores amarillas muy esponjosas…
… emprendí mi camino, a la farmacia y el supermercado, con la esperanza de cruzarme con jabalíes, nutrias, iguanas, jirafas, monos o algún que otro animal que no fueran perros o seres humanos. Reconozco que no soy un buen conocedor de la fauna lucense.
…Llegué a la avenida Infanta Elena, que separa mi bucólico barrio de la ajetreada ciudad (bueno, ni tan bucólico mi barrio ni tan ajetreada la ciudad)…
…A esas alturas me di cuenta que no había visto ningún animal doméstico ni salvaje como mostraban las imágenes de otras ciudades emitidas por el telediario. Quizás por mi ausencia en el presenta y mi viaje por los recuerdos a la semana santa de mi infancia de la mano de mi madre por ese clima de semana santa del barrio de Chacarita.
Continúa
Todo me trajo a Lugo, a abril del 2020, al covid 19.
En la puerta de la farmacia había una mujer con un folio plástico suspendido de una gorra con visera puesta hacia tras, al mejor estilo rapero urbano, un metro después un hombre con guantes goma azules, un coche parado en medio de la calle a la espera de vaya uno a saber que. Miré la imagen de la farmacia a la que hasta antes del confinamiento visitaba día por medio para controlarme la tensión (recomendación de la Regue la cardióloga que me hice la primer revisión después de salir del hospital a principio del 2016). Me entretuve viendo el mostrador improvisado en medio de la puerta corrediza abierta. Recordé el adorno de la puerta que ponen en navidades, una silueta de los tres Reyes Magos que se acerca al pesebre cada vez que se abre la puerta. Descubrí una especia de ventanita en un lateral de la puerta que llamó mi atención, pensé que la habían colocado en el tiempo de mi ausencia pero según me dijo Lilo (el farmacéutico) ya lleva años allí. Este tiempo sin tiempo que estamos viviendo me permite mirar las cosas con más detalle.
Retiré mi medicación y un bote de vaselina líquida (con esto de lavarme las manos con más frecuencia que de costumbres y mi extrema sensibilidad a los jabones tengo las manos escamadas como dos lagartijas a punto de mudar su piel).
Dejé atrás la farmacia y emprendí mi camino hacia el supermercado. Pasó un coche con dos policías que observaron discretamente mi carro de la compra, claro señal de que mi paseo era justificado o que por lo menos había pensado una clara estrategia para saltarme la restricción de salir de casa.
Durante el camino, para mi sorpresa, no me choqué con nadie. Todas las personas con que me crucé caminaban a un ritmo nada acelerado y observaban con detenimiento a las demás personas como para mantener la distancia adecuada para no contagiarse. Me crucé con miradas amables, desconfiadas, curiosas, amenazantes, en síntesis miradas de lo más variadas. Me alegré por todas esas miradas. Antes que todo esto sucediera venía observando el esfuerzo que hacía la gente por la calle para no cruzar la mirada con nadie y en ciertos lugares como por ejemplo la entrada a la piscina, para no tener que decir ni siquiera buenos días. También recordé la ultima vez que estando de pie frente a un escaparate, sentí el atropello de otro cuerpo humano que no conforme con llevarme por delante tuvo la delicadeza de insultarme y pedirme que mirara por donde caminaba.
Ninguna de las personas con las que me crucé iba mirando el móvil, ni dejaba que su perro (aquella que iba acompañada) se acercara a mi para olisquearme o simplemente restregarse contra mis piernas.
Pensando en que quizás cuando volvamos a poder salir a la calle libremente estaremos más atentos a lo que pasa a nuestro alrededor llegué a la puerta de supermercado con una sonrisa de esperanza dibujada en mi rostro y reflejada en mis ojos.
Dejé mi carro de la compra en la entrada, sin encadenar para evitar tocar demasiadas cosas de uso colectivo. Mientras me ponía los guantes descartables sobre mi guantes de goma (por amable indicación de la empleada del super) me pregunté que sería de la vida del hombre que con su cartel y su perro habita en la puerta del super mientras este está abierto, y del que nunca me había preguntado donde duerme. Pensé en la gente que suele dormir en los cajeros, en quienes pasan por las terrazas pidiendo un moneda. ¿Qué será de la gente sin casa en este tiempo de quedarse en casa?
Reconozco que me sentí privilegiado y agradecí al universo que se comporte tan bien conmigo.
Cogí un carro pequeño (porque si cojo un carro de los grandes puede que haga una compra que luego no soy capaz de cargar hasta casa) y entre intentando mantener la distancia adecuada con cuanta persona estaba por allí.
Me acerqué a la zona de frutas y verduras, sentí una especie de calambrazo que recorrió mi espalda, una extraña electricidad en mi nuca, como si alguien me observara perforándome con su mirada. Me giré pero no había nadie mirándome. Entonces me di cuenta que sentía estar engañando a Gloria. Una amable mujer despacha en la tienda de frutas y verduras que compro habitualmente, con quien comento las esculturas vegetales que realiza sobre un estante a la izquierda de la puerta de entrada, que me recomiendo que lleve tal o cual fruta o verdura, con quien compartimos alguna que otra receta básica con los productos de temporada. Ella que se preocupa por mi salud, por mi economía, por mi persona, como lo hacían las gentes de las tiendas de mi barrio de Chacarita. Pero no son tiempos para andar por la calle más de lo necesario y decidí que era mejor hacer toda la compra en un solo lugar.
Después de proveerme de frutas y verduras fui a la zona de carnicería, charcutería y pescadería. Nos sonreímos a la distancia marcada por unas bandas amarillas y negras pegadas en el suelo. Mantuvimos una breve conversación con al pescadera, sobre sus horarios en el super y le agradecí especialmente su servicio, reconociendo que su exposición hace que yo pueda seguir alimentándome sin privaciones. A pesar de su mascarilla detecté una sonrisa de orgullo y satisfacción y tímidamente me dejó las bolsas con los pescados sobre el hielo y se retiró para que yo pudiera acercarme a cogerlas.
Lo demás fue andar entre las góndolas cogiendo las cosas de siempre. Bueno, debo reconocer que a pesar que llevo una dieta bastante estricta desde hace unos años, me acerque a un góndola de las que tengo prohibidas, pero después de aquellos recuerdos de mi infancia no pude evitar coger una tableta de chocolate negro sin azúcares añadidos para poder oler y saborear de a trocitos estos días de semana santa. Un permiso que me di en honor a Cristo que estaba por resucitar de un momento a otro (se que suena a excusa absurda, pero tengo que justificar de alguna manera esta pequeña salida de mi dieta sin grasas saturadas y sin sal)
Después de pasar por los lácteos me acerqué a la caja, fui poniendo mis cosas sobre la cinta mientras miraba a la cajera a través del cristal. Me atendió con al amabilidad habitual y nos sonreímos, mientras la siguiente clienta esperaba pacientemente a metro y medio de distancia (cosa impensable en otro momento en el que estaría echando humo por las orejas y carraspeando para que me diera prisa).
En todas estas miradas y sonrisas compartidas durante mi visita el super agradecí a mi padre y a mi madre que me enseñaran a sonreir con la boca y con los ojos. Porque si solo supiera sonreir con al boca, nadie hubiera notado mi sonrisa de agradecimiento.
Puse mis cosas en mi carrito de la compra, o changuito como decimos por Argentina.
Al salir del super me encontré con una cola, de unos diez metros (calculo esa dimensión porque eran unas diez personas a un metro de distancia las unas de las otras). Gente que en otros tiempos estarían dentro del super, comentando amablemente la calidad de unos productos y otros, cargando sus carros o chocándose las unas y las otras, echándose una mirada de perdone o incluso sin pedirse disculpas.
Mientras caminaba hacia mi casa (arrastrando mi compra para los quince días venideros) pensé un momento en la cola del super, en el covid 19, en el riesgo de la aventura de salir de casa para algo tan cotidiano como hacer la compra y en la frase que diría mi padre en los tiempos que corren “todos estamos en la cola, pero no empujen”
Continuará (o no)
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Episodio 5 - REGRESO Y DESENLACE
En los cuatro episodios anteriores de la crónica del día 7 de abril de 2020 sucedieron muchas cosas
Mi pijama realizó tareas en mi hogar.
Encontré un esponjosa planta bajo la ventana de mi casa.
Estuve atento durante el camino por si me cruzaba con animales salvajes.
Recordé los viernes santos de mi infancia en mi casa de Chacarita.
Re-descubrí la fachada de la farmacia a la que voy habitualmente.
Me crucé con gente por la calle sin prisas y sin chocarnos.
Reconocí las ventajas de saber sonreir con la boca y con los ojos.
Hice una buena compra en el supermercado, incluso un poco de chocolate.
Mientras caminaba hacia mi casa (arrastrando mi compra para los quince días venideros) pensé un momento en la cola del super, en el covid 19, en el riesgo de la aventura de salir de casa para algo tan cotidiano como hacer la compra y en la frase que diría mi padre en los tiempos que corren “todos estamos en la cola, pero no empujen”
Continúa (quinto y último episodio)
Volví a casa por el camino más corto. A pesar que se estaba a gusto caminando por la ciudad deshabitada. El peso de la compra era bastante y tampoco quería abusar del privilegio que me otorgaba tener que salir a hacer la compra.
Miré atentamente hacia arriba esperando encontrarme en las ventanas mensajes de aliento, coloridos dibujos infantiles, gente asomada tocando instrumentos (cada uno desde su casa) uniéndose en melodías dignas de la filarmónica, personas recitando poemas de viva voz, voces entrecruzadas compartiendo recetas, coros espontáneos cantando los temas del momento como por ejemplo resistiré. Pero nada de eso sucedió. En parte me entristeció que no fuera el momento más explosivo del día, en parte me alegró percibir las casas habitadas por quienes se quedan dentro, no solo porque lo diga el gobierno, sino por convicción de estar haciendo lo mejor para el bien común. De pronto una voz rompió aquel apacible silencio de calles vacías.
¡Abuelo! ¡Quédate en casa que te puedes poner malito! – dijo un niño asomado a una ventana.
Levante la mirada y le saludé. Mientras escuchaba la voz de su madre regañándole o felicitándole por meterse conmigo (no pude escuchar lo que decía pero espero que fuera lo segundo)
Llegué a la avenida Infanta Elena sin haber encontrado animales caminado por la ciudad, ni gente asomada a la ventana compartiendo su arte y ya poco quedaba de mi paseo por la parte ajetreada de la ciudad.
Crucé la avenida, en esta ocasión paso un coche con un conductor con mascarilla.
Bajé la cuesta hasta llegar a los alrededores inmediatos de el edificio donde se encuentra mi casa, acompañado por los ladridos de un perro que compartía un momento de aire libre junto a su dueña, quien al ver mi aparición emprendió la retirada porque su cigarrillo se había consumido del todo o por miedo a cruzarse conmigo.
Pasó un coche con dos policías que me observaron sin prestarme mayor importancia. Estaba claro que volvía de hacer la compra.
Recordé otros tiempos de mi juventud donde era peligroso andar por la calle a ciertas horas perteneciendo a un colectivo considerado de riesgo. Yo por una cosa u otra siempre termino perteneciendo a esos grupos, en la actualidad por una insuficiencia cardíaca, en aquel momento por otros motivos que no vienen a cuento.
Recordé que en más de una ocasión al ver pasar un coche falcon verde más de tres veces observándome, mientras esperaba un colectivo (autobús urbano por estas tierras), hacía lo que entre algunos amigos llamábamos un “taxi París” evocando una escena de una película de Isabel Sarli, en la que el personaje que ella interpretaba salía de una casa de un pueblo perdido y en medio de la carretera desierta paraba un taxi y al subirse, decía “taxi, Paris” o por lo menos esa es la imagen que mantengo en mi memoria.
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Llegué al portal, abrí puerta, entré y subí en el ascensor porque era inevitable. Marqué el piso apretando el botón con un pañuelo descartable que tiraría al llegar a mi casa, , siguiendo las instrucciones del cartel pegado en el espejo.
Entré en mi casa y fui al lavadero donde tengo el cubo para la basura. Abrí la puerta, se respiraba el clima de esas siestas de tarde de verano en la casa de pueblo donde viven la gente mayor de la familia. Yo me sentí el nieto inquieto que no quiere dormir la siesta y espera que pasen las dos horas después de comer para poder meterse en el río a disfrutar la frescura del agua. Con mucho cuidado de no despertar al pijama, el bóxer, la camiseta, los calcetines, las sábanas y las toallas, tiré el pañuelo descartable.
Volví a la cocina, saqué todo del carro de la compra y de la bolsa, fui guardando primero lo de la nevera y el congelador, luego lo de las alacenas y abrí el chocolate para saborear un trocito como cuando entraba en mi casa en tiempo de fabricación de huevos de pascua y estaba sobre el mesa el chocolate recién cortado esperando ser derretido.
Con el sabor de chocolate en la boca me asomé a la ventana y miré las vías del tren. Pensé que curiosamente las vías de tren me acompañan desde los primeros días de mi vida. En Chacarita vivía a doscientos metros de las vías del tren que me separaban del paredón del cementerio. El primer piso que alquilé en Santiago de Compostela (que no el primero en que viví) estaba sobre la estación de trenes y la ventana de mi dormitorio daba a las vías. Podía escuchar perfectamente la voz de los anuncio de llegadas y partidas de los trenes, cosa que aprovechaba muy bien una amiga con quien compartía piso, quien salía corriendo de casa cuando escuchaba la llegada del tren que tenía que tomar para ir a su ciudad natal.
Ahora al asomarme a la ventana veo también las vías del tren, y a pesar que esta estación no tiene un gran movimiento de trenes, según como vaya el viento escucho algunas veces el arrullo del último tren del día que me invita a retirarme a mis aposentos.
Faltaban pocos minutos para las veinte horas, aproveché ese tiempo para cortar unas bayetas de colores y lanzar los pedacitos al aire con la esperanza que en mi siguiente salida hayan brotado como la esponja y hayan crecido plantas con flores de nuevos colores.
En cuanto dieron las veinte empecé aplaudir. Pero esta vez no aplaudí solamente por el personal sanitario. Aplaudí por todas las personas que siguen trabajando, que se siguen exponiendo día a día, para que yo pueda hacer una buena compra, mantenerla gracias a la energía eléctrica, cocinarla gracias a las otras energías y tener la suerte de poder decir “YO ME QUEDO EN CASA”
Aquí acaba la crónica, contada en cinco episodios, del día 7 de abril del 2020.
Ese día que, en medio del confinamiento por el COVID-19, salí de casa para hacer la compra. Cosa que en los tiempos que corren y después de estar doce o trece días sin salir, es toda una aventura.